Por Alejandro Zapata Peña y Federico Hoyos Gutiérrez
Sin estar casados y todavía en la tierra, los ojos se encuentran con este letrero en el barrio La Milagrosa, de la comuna nueve de Medellín: Buenos Aires. La Calle 45 #27-75 es la ubicación de una casa pintoresca, de cuya fachada cuelga el mencionado letrero que invita a curiosear la vivienda.
Es una casona cincelada por el viento y los 150 años que carga encima. Sus paredes de tapia, un tanto ladeadas, son de un blanco lechoso. Las columnas de madera y la puerta, del mismo material, están pintadas de naranja. La entrada está escoltada por dos escudos: el de Medellín a la izquierda y el de Nacional a la derecha, ambos del mismo tamaño y bordados en lana.
La casa es alquilada por quien recibe a los visitantes: don Juan José Llano Valencia. Saluda con firme apretón de manos y voz amable. Tiene 75 años, pero a simple vista aparenta menos edad. Posee una mirada intensa que denota sinceridad. Las córneas de sus ojos están surcadas por venitas rojas y los iris son del color de la miel. Su nariz es prominente y redondeada. Su cabello gris se vuelve blanco en las patillas. Es bajo en estatura. Viste camisa de cuadros rojos y negros, pantalón y mocasines blancos. Los dedos de las manos son gruesos y callosos. El olor de su loción es de dulzona profundidad.
Su presencia inspira respeto. En sus siete décadas y media de vida, ha enterrado a tres esposas. Dice ser un hombre violento que se oculta tras un rostro tranquilo. "Soy un león sin pelo", bromea don Juan. Se sienta en su mecedora metálica, traída desde Brasil. Aquella tiene más de 40 años y no la bota por nada del mundo. Es abullonada, a diferencia de las actuales, que son tan aplanadas que incomodan los glúteos. Lo que funciona bien no se cambia. La banda sonora que acompaña el diálogo es una mezcla de música carrilera y guasca.
La casa es estrafalaria, como las palabras de don Juan José. Es un acumulador de cachivaches. El interior de la misma es un matrimonio entre lo sagrado y lo profano. Las paredes no tienen espacio para respirar; están atiborradas de una infinidad de objetos: nevecones viejos que todavía funcionan, discos de acetato, postales de cantantes, mosaicos de Marilyn Monroe, grabados de geishas japonesas, vírgenes, camándulas, crucifijos, y hasta una pequeña litografía de un autorretrato de Vincent Van Gogh. La casa es politeísta: hay jesuses y budas.
Hay desde artefactos inútiles hasta antigüedades, como un tocadiscos long-play y una radio superiores a los 50 años que heredó de su padre. Al fondo de la casona, justo al frente de su cama, está parqueada una motocicleta deportiva roja. Aunque dejó de usarla hace mucho rato, la quiere como se quiere a una novia: "El apego es peor que todo, peor que el amor", insiste don Juan José.
En su casa abundan las fotografías de Pablo Escobar, quien fue su patrón. No le da pena negarlo; al contrario, parece enorgullecerse de ello. Todo el barrio lo sabe. Con entusiasmo muestra una fotografía del entierro del capo, donde él mismo aparece escoltando el féretro. A simple vista es fácil reconocer a Juan José en la imagen, con la sutil diferencia de que su aspecto físico tiene 29 años menos (Escobar fue abatido el 2 de diciembre de 1993).
La sociabilidad y los trucos de magia de don Juan son el imán del barrio. De la nada, interrumpe la conversación, se dirige al armario y saca tres cuerdas azules de lana. Las estira frente a los visitantes. Les pide el favor de que las cuenten. Las matemáticas de primaria no fallan. Efectivamente son tres. Todas de igual longitud. Luego las revuelve, las frota con sus manos, las vuelve a estirar y la longitud de las cuerdas cambia. La cuerda de la mitad se vuelve más larga que las otras dos.
Su pasado es igual al de la casa, lleno de sincretismos. Nació cerca al parque de La Milagrosa y se crió junto con sus cinco hermanas y dos hermanos con ayuda de las ganancias de un antiguo restaurante administrado por sus padres.
Estudió en el Colegio Federico Ozanam. Después de terminar el bachillerato asistió 13 años al Seminario Carmelitano. Sin embargo, su doble moral lo llevó a desistir y tirar la sotana: “Me fui dizque a aventuriar a Maicao, a buscar trabajo, pero resulta que no había agua. Un día me paré en una esquina y pasó un señor con un caballo y un cochecito de madera y me preguntó que si le ayudaba a vender agua y me quedé dos años vendiendo agua allá en Maicao”.
Sin pensarlo cambiaría la sotana por un trabajo sin muchas preguntas y con mucho auge en los 80. Entre ofrecimientos y labores “bajo cuerda” llegó a la selva de Leticia, Amazonas, a trabajar en un laboratorio de procesamiento de cocaína. El lugar estaba a más de 5 horas adentro de la selva, lo cual le impedía ver a su familia que residía en La Milagrosa.
Trece años duró en el oficio mágico de convertir hojas de coca en aquel polvo blanquecino y alucinógeno que ha desatado innumerables orgías de violencia en todo el mundo. Sin embargo, el apego familiar y las ganas de volver a ver a su madre lo hicieron desistir del narcotráfico.
“Me decían: ‘Juan, usted está muy metalizado, la plata no lo es todo en la vida….’ y yo me vine (para Medellín) y aquí estoy ‘jornaleando’, así la gente crea que porque trabajé con Pablo Escobar tengo mucha plata, eso no es así; yo no tengo un peso, la verdad es esa”. La pasión por los juegos de azar y el alcohol derritieron su dinero.
Volvió a Medellín y, como pudo, administró varios billares con los que se costeó la vida. Ubicados en la avenida León de Greiff, logró gerenciar unos billares hasta 1999 que un día “Nos hicieron un desalojo con carros blindados y de todo y nos sacaron”, para construir la actual plaza de Botero.
Y así es como hace 10 años los azares de la vida lo atrajeron a regresar a su terruño; a construir su hogar en esta casa cachivachera que funciona como estadero y parqueadero de motos. "Esta es la casa del encanto, todo el que viene aquí, se amaña", dice un hombre robusto y bonachón que frecuenta el lugar.
En la casa encantada se vende tinto y cerveza. Las horas pasan con disimulo mientras los visitantes disputan partidas de naipes y sucumben ante los chistes de don Juan José. Este señor prefiere que su clientela sean los adultos mayores, pues, según él, "donde hay jóvenes, hay calentura".
Unos metros más al interior de la casa hay un montón de costales repletos de latas y botellas de plástico. Están regados por el patio que parece tener un fondo sin fin. Como una sombra que oculta su negrura, se encuentra un señor que no quiere hablar; al parecer es el administrador del centro de reciclaje. No le interesa mediar palabra, se camufla por las montañas de costales repletos de residuos. Sin embargo, una recicladora de rostro rubicundo y anteojos morados recibe con la jovialidad de quien ha pasado los 60 años. La señora no puede ocultar su tristeza por la cantidad de comida que se pierde. "Uno comenta aquí cuando llega al reciclaje de que la gente bota comida, en esas bolsas viene demasiada comida y, fuera de eso, la gente no sabe separar la basura".
Entre ambos hacen cuentas de cuánto reciclaje entra a la casa y concluyen que diariamente ingresa un aproximado de 100 kilos de desechos. Justo al otro extremo del patio nos encontramos con un perro negro de mirada penetrante. Está atado a una cuerda rosada. Sus ojos denotan impotencia y envidia ante la libertad de los humanos.
La casa es un sentir de contrastes, de figuras que cambian su sentido constantemente. ‘Tabatinga’, es la casa misma, es una fusión que genera intriga, curiosidad. A Juan José le dicen “Tabatinga” por el nombre del pueblo —ubicado al sur de Leticia, Amazonas— en el que trabajó para Pablo Escobar:
-De aquí salgo pal crematorio, dice don Juan José.
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