“No hay peor encierro que el que armamos nosotros mismos”.
Hernán Sabio.
El coronavirus cogió al mundo con los pantalones abajo, y llegó como la muerte porque nadie estaba preparado para su aparición que, de paso, nos cambió la vida en menos de una semana. El comercio se paralizó y muchas empresas cesaron sus labores o les tocó ejecutarlas a media máquina y desde la virtualidad. La economía ha pasado unos días agrios, de los que apenas trata de levantarse. Miles de personas han sido despedidas de sus empleos y otras se vieron obligadas a cumplir sus deberes desde la casa mediante el teletrabajo, igual que la mayoría de estudiantes, quienes ahora ven clases virtuales obligadas, un método muy desgastante y al que una enorme parte de la población no tiene acceso, o han aprendido mediante la modalidad de alternancia. Paulatinamente parece regresar esa normalidad en la que los alumnos se ven las caras presencialmente y sienten ese contacto cercano con sus maestros, apartados de un computador como mediador.
Al cumplir un año y 3 meses de la epidemia, en junio del 2021, los gobernantes no encontraron otra opción que abrir la economía, a pesar de que esa decisión contrastaba con las cifras más altas de muertos, hasta 570 en un día, y de contagiados, hasta los 30.000 diarios por la pandemia en Colombia.
Toda crisis trae sus aprendizajes y también muestra sus lados positivos si somos buenos observadores y analistas de la realidad. Durante la cuarentena más severa se sintieron las calles de las ciudades limpias del humo contaminante de los carros. Cientos de animales que vivían ocultos aprovecharon la ausencia del depredador ser humano para copar el espacio que dejó y se vieron muy orondas a las zarigüeyas andando con sus crías por las calles de Neiva. Los zorros, pero no los políticos, fueron grabados merodeando un sector de Bogotá. Ciervos, jabalíes, delfines y hasta peces andaban por la encopetada Italia, donde el coronavirus se dio su banquete, igual que en España, Ecuador, Brasil, Estados Unidos, Reino Unido, La India y muchos más.
El encierro obligatorio fue el momento propicio para parar por un tiempo este ritmo desenfrenado de vida que impone el capitalismo salvaje, ese que paga poco y que exprime mucho a sus trabajadores. El coronavirus puso un freno a esta existencia tan agitada que llevamos los seres humanos en el afán por sobrevivir. Ese encierro de la cuarentena nos obligó a pensar más en nuestro bienestar y en el de los seres que amamos, porque esa frenética rutina siempre lo impedía.
Durante la cuarentena la población, a pesar de lo complejo que es estar encerrado en contra de su voluntad, tuvo tiempo para estar en familia, para leer, para cantar, para desarrollar el arte, para escribir, para poner a prueba la creatividad y hasta para aburrirse y deprimirse. Aquellos padres que argumentaban no tener tiempo para estar con sus hijos y con su pareja, ahora tenían las 24 horas a su lado, algo que terminó siendo contraproducente porque se aumentaron las cifras de violencia intrafamiliar, este fue el segundo delito más denunciado después del hurto con 38.331 casos.
Además, la Fiscalía cuenta con un reporte de 10.342 noticias criminales por delitos sexuales, todo esto se dio precisamente entre el 20 de marzo y el 30 de agosto del 2020, fechas en las que también se presentaron 35 feminicidios en Colombia, según Martha Mancera, vicefiscal general de la nación. Entonces el encierro que era una posibilidad para unir a la familia, se volvió un infierno terrenal. Mientras que algunos sacaron a flote sus mejores facetas y aprovecharon el tiempo, otros mostraron sus lados oscuros.
La vida durante la cuarentena, por momentos, parecía de película o quizás, para muchos, fue una pesadilla de la que aún no han despertado. Solo llegué a presenciar algo así en cintas de terror, en una titulada La ciudad de Wuhan aparecían 40 millones de personas confinadas en sus hogares. Aquello me parecía que era una cinta surrealista, pero fuimos nosotros sus actores reales.
En el mundo de las letras Daniel Defoe escribió un libro que resultó siendo premonitorio del momento actual: Diario del año de la peste. Gabriel García Márquez dejó un magnífico texto titulado Algo grave va a pasar en este pueblo, que relata con maestría el daño que hace propagar el pánico, como lo hicieron y lo siguen practicando muchos medios de comunicación y las personas que le dan un mal uso a las redes sociales. Muchos, por salud mental, optaron por apagar el radio y la televisión para no llenarse del pavor que transmitían los noticieros, parecía que el mundo se iba a acabar y era mejor no saberlo.
Según Pzifer, la pandemia podría acabar el año entrante, a esa noticia sí deberían darle bombos y platillos, pero como lo positivo no vende y deja más plata el amarillismo, eso no ha tenido la resonancia que sí tuvieron los miles de muertos y las desgracias vividas.
Mientras tanto, en las calles, los indigentes habitaban unas ciudades fantasmagóricas, donde la soledad era la reina. En las casas, la mayoría de las personas parecían estar pagando una prisión domiciliaria obligada, la muestra palpable de que cada quien vivió sus propios purgatorios, a su modo.
Muchos, con creatividad, se las ingeniaron para gozarse el encierro. Desde los balcones, algunos artistas, ya fuera por solidaridad o por darse pantalla, le quisieron brindar a sus vecinos espacios de esparcimiento para que salieran del tedio que les producía la cuarentena y en unos casos, fueron aplaudidos, pero en otros, como el del exvocalista del Combo de las Estrellas, Fernando González en el barrio El Poblado de Medellín, recibieron la visita de la policía, cordialmente invitada por algunos vecinos que se mostraron molestos por la serenata improvisada que les brindó en aquellos días grises.
Esta pandemia tuvo también el poder de despertar la generosidad, de ponernos en el lugar de aquellos que sufren. Muchos, por voluntad propia, regalaron mercados, donaron su arte para entretener a otros, como Sebastián Yatra, Fito Páez y Carlos Vives, quienes compartieron conciertos virtuales para alegrarle el alma a más de uno. Algunas reclusas y un trovador de Panaca en Quimbaya, Quindío, fabricaron tapabocas para regalarlos a todo el que los necesitara sin esperar nada a cambio, pues sabían que la pandemia no es un juego.
La pandemia dejó ver, con más vehemencia, que el humanismo pasó de moda porque vale más la producción que el bienestar de la gente y aún teniendo recursos, rebajaron los sueldos, los miserables pagos, hasta a la mitad a sus colaboradores. Claro, hubo algunas excepciones que vale la pena aplaudir y mencionar.
El reconocido Arturo Calle cerró sus tiendas, pero les garantizó los pagos puntuales a sus 6.000 empleados directos y 18.000 indirectos. Ejemplo que otras empresas siguieron, como un efecto en cascada. Pero los bancos, que ganan billonadas anuales, ¿acaso se metieron la mano al bolsillo para aportar algo a los más necesitados en medio de esta crisis? El coronavirus mostró también como muchos poderosos son tan pobres, que lo único que tienen es plata.
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