De una olla a presión, saca un trozo de carne que pone sobre la tabla blanca al lado izquierdo de la estufa. De forma serena y cuidando cada detalle la corta: cuadrito por cuadrito.
Son las 11: 30 de la mañana del martes. Ya casi es la hora del almuerzo. “Yo todavía me acuerdo y … eso por aquí fue muy duro. Yo me acuerdo y me dan muchos nervios. Uy, todavía me dan nervios, saber uno como está... Me dan muchos nervios pensar como sufrimos” me dice Doña Nora Rios con un miedo que se le siente en la voz pero sin quitar la mirada de la carne.
Ella, su esposo y sus diez hijos son víctimas de la violencia, que hace 14 años decidieron abandonar su finca en Granada, Antioquia, y buscar una esperanza de vida lejos del campo: “Nosotros éramos más bien, no ricos pero sí teníamos comodidades: teníamos la ramada, y tenía muy buenas estancias, teníamos la vaquita de leche, teníamos las cafeteritas, o sea uno no sufría, ¿cierto? Uno no tenía riqueza, pero para uno era rico, ¿cierto? y uno venirse de allá, así, maniboleado, sin saber dónde va a caer, siempre es muy duro”
Me sigue contado: “Vea, es que escasamente echamos en un bolsito una ropita y nos vinimos ligerito volados, porque de todas maneras y como no lo dejaban a uno tampoco venirse... Tenía uno que unirse a la compañía que había. Entonces, yo como tenía unas muchachas tan hermosas, a mi me daba como pesar verlas de pronto por allá. Entonces yo dije: “Yo mejor me voy con ellos, así sea a tomar aguadulce en Medellín” Pero esa tomada de aguadulce nos supo amarga más de ocho años…”
El inicio no fue fácil. Una señora que era familiar de una vecina en Granada, prometió ayudarla, y la ubicó en lugares de paso hasta que por fin pudo encontrar un lugar propio en lo que es ahora Candamo: “Las bendiciones de Dios... Yo he sido muy bendecida por el Señor... Uff demasiado… Cuando Doña Ruth se separó del marido entonces partieron una casa y esa señora nos vendió esa casa a nosotros, que para que se la fuéramos pagando, que porque ella no necesitaba esa casa. Ella me dijo: si quiere vayame librando esa casita, métase ahí y antes me hacen compañía, entonces ya nos fuimos para esa casita de tablas”
Y es que nada brinda más seguridad que tener un techo. Sin embargo, este techo... más bien, el suelo de este techo, no era del todo seguro: “Imagínese nosotros ahí viviendo en una casita de tablas. A mi me daba miedo que los niños se pararan ahí porque me daba mucho miedo que se fueran abajo. Ese entablado era alto y tenía unos huecos... Eso era un gallinero de tablas. Yo mantenía a los niños en la calle: “Vaya mijito, vayan jueguen allá”
A las tablas se sumó el hambre y lastimosamente, la enfermedad: “Yo lloraba la otra vez... como yo soy como… como tan boba será… Porque fíjese uno llegar por aquí, no tener ni con qué comprar una gaseosa. Se me enfermaron todos: hipotermia y una diarrea que por el cambio de clima o yo no sé. Y la gente: “Vea, la gaseosa es buena con limón”. Y no teníamos ni con que comprar la gaseosa. Entonces, una señora como que se dio cuenta que estábamos mal y nos llevó unas gaseosas grandes, un poco de cosas. Yo no sé quien le contó a ella y dijo: “Vea Doña Nora para que le dé a los niños”. Y yo recibí el mercadito y cuando ella se fue yo me puse a llorar, porque puse a pensar que uno teniendo la finquita... Como a nosotros en la finca no nos faltaba nada, nosotros teníamos animales, teníamos de todo por alla…” Por primera vez, despega los ojos de la carne, hace una pausa y me mira con los ojos encharcados y la voz quebrada. Es claro que este recuerdo sigue muy vivo.
Lastimosamente, ésta es la historia de Doña Nora y de otras tantas familias que llegaron a Medellín huyendo de la violencia en sus municipios y que encontraron en Candamo un refugio para volver a empezar.
Mientras tanto, a tan sólo una cuadra de Candamo, un ángel sin alas decidió no ser indiferente ante el dolor de estos nuevos inquilinos: “Doña Marina, la de allí, pues la del parquecito... Porque hay muchos Marinas por acá, pero la del parque... Esa señora fue la mano derecha de nosotros. Yo a esa señora le tengo mucho que agradecer… Cuando me vine yo me traje un poco de menores de edad y allá comieron comida como un verriondo: Amanecía, los bañaba y ahí mismo, váyanse a desayunar allá. Después a almorzar. Ya por la tarde uno les daba la comidita. Es que Doña Marina... Si Dios me dijera que le aprobara el cielo... yo se lo aprobaba para ella, porque fue muy querida con nosotros. No conmigo, con muchos, con muchas personas”
Estos son los recuerdos que guarda Doña Nora de la Casita de Encuentro, una Fundación creada con poco dinero y mucho corazón para ayudar a tantas personas que no tenían un pan que darle a sus hijos: “La iniciativa la tomó la señora Marta Luz Urrea. Me dijo que yo que era tan buena para la cocina y que a mi alrededor que había tanta población vulnerable, que entonces ¿por qué no montaba un comedor comunitario? Ella fue la que me dio el primer empujón y arranqué. Entonces hicimos un censo con los que en esa época, 2002, habían llegado al sector desplazados por la violencia. Venían de los municipios de San Carlos, Granada, de diferentes municipios de Antioquia.
Te estoy hablando de familias de 4, 5, 6, 8 miembros muy marcados por la violencia. Entonces arranque con esas familias brindándoles alimentación de lunes a sábado a todo el grupo familiar” me cuenta Doña Luz Marina Orrego, directora y fundadora de la Fundación.
Esta iniciativa que partió de la solidaridad de una sola persona, pronto recibió el apoyo de diferentes profesionales que se unieron a la idea de aportar sus conocimientos a favor de los que más lo necesitaban. Una de ellas fue la Trabajadora Social Lucely Guarín, quien animó a Doña Marina a conformar legalmente la Fundación con el objetivo de recibir ayuda de la empresa privada. Y así fué. “Trabajamos con la Universidad Luis Amigó: aquí venían las practicantes de Desarrollo familiar. De la Universidad de Antioquía venían profesoras para ayudar a los padres de familia y motivarlos para que validaran primaria y bachillerato. Hizo presencia Fundación Éxito, que fue fundamental; Fundación Familiar y Social, ISAGEN Granos de Arena... Teníamos muchas entidades que nos estaban aportando”
Toda esta ayuda fue más que necesaria y oportuna. Sentada en su sofá, Doña Marina me cuenta que la inmigración comenzó en 1999, cuando apenas existían 5 u 8 casitas. Para el 2008, tan sólo 9 años después, Candamo ya era una población que reunía 180 familias.
En 1999, Don José Libardo Vallejo era el presidente de la Junta de Acción Comunal de Loreto, barrio que alberga la población de Candamo: “Llegaron personas muy pobres, más que todo desplazados. Pero primero llegaron otras personas y empezaron a cercar y a vender lotes. Se apoderaron del terreno y lo vendieron por lotes. Entonces los desplazados comenzaron a comprar”.
Según cifras presentadas por el Área de Gestión de Proyectos de la Fundación Casita del Encuentro en el Informe de Balance Social del 2011, la población de Candamo se encontraba conformada en un 47% por desplazados. De la totalidad de los habitantes el 34% vivía en condiciones precarias de habitabilidad, es decir, en casas hechas con materiales que ponían en riesgo la integridad física de las familias. En cuanto a servicios públicos el 51% no tenían sistema de alcantarillado lo que hacía que las condiciones mínimas no fueran satisfechas.
Luego llegó ayuda de todas partes: Comité internacional de la Cruz Roja, con su programa de asistencia para desplazados, aportaron mercados, cobijas, implementos de cocina y productos de aseo. Más Familias en Acción, programa del Departamento de Prosperidad Social de la Presidencia de la República también hizo presencia y hasta ahora se mantiene en Candamo. Yovana Reza, Enlace Municipal para el programa, nos cuenta que se trata de una ayuda económica (un promedio de $150.000 pesos por hijo, para madres desplazadas) que se otorga de forma bimensual. Esta se hace con el objetivo de evitar la deserción escolar en poblaciones vulnerables, fortaleciendo la salud y la nutrición de los menores de edad. En tan sólo Medellín, más de 90.000 familias son beneficiarias de este programa. Doña Nora es una de ellas: “Más Familias en Acción nos ha ayudado muchísimo. A los pocos días empezamos a recibir. Cuando los niños que estaban chiquitos comenzaron a estudiar, empezamos a recibir. Y todavía estamos recibiendo porque yo todavía tengo un niño chiquito”
“Ya después se dieron cuenta que tenían un auxilio por Ayuda Humanitaria entonces también era otro recurso que ellas podían obtener. También de la Alcaldía de Medellín reciben apoyo por desplazamiento, por discapacidad, por adulto mayor y del Programa Buen Comienzo” me cuenta Doña Marina. “Y despuesito las monjitas arriba también nos dieron mucho mercado. Los sábados iba uno y le daban mercado” recuerda Doña Nora
Son las 12:30 y a esta hora no sólo se se siente el delicioso aroma del almuerzo de Doña Nora. Huele a cambio. Mientras conversamos en la cocina, su nuera hace la ensalada, tres mujeres jóvenes conversan en la habitación de enseguida, y un niño entra cada media hora a preguntar: “¿Qué hora es?”. Su vida es ahora muy diferente, se siente paz: “Ya la familia fue creciendo y se pusieron a trabajar. Yo puse una venta ahí en la casita: vendía chorizos, arepas y empanadas. Mi esposo vendía confites, cigarrillos y fuimos haciendo una tienda. Los muchachos se pusieron a trabajar en construcción. Ya fuimos ahorrando la platica y fuimos levantando la casita en adobes. Podíamos tener 20.000 pesos pero los ahorrabamos y “coma arrocito con huevo y aguapanela”, hasta que fuimos levantando la casita”
No sólo ellos cambiaron, la transformación fue para todos y una vez más se demostró que cuando se suman voluntades, cosas extraordinarias suceden: “Ya es muy diferente. Es que cuando yo vine a Candamo era no más que un caminito de tierra y habían poquitas casas. No habían escalas. Ya el municipio le fue cuadrando escalas, le cuadro el acueducto, red de gas, todas esas barandas las ha puesto. Es que eso era unos tierreros para salir allá, a esa esquina y ya entra carro hasta allí, al teléfono. Eso eran unos pantaneros… Ya no se ve... La gente que era pobre como un berriondo, tienen ya la casita de adobe. Todavía queda una que otra de tablitas, pero casi la mayoría están organizaditas”
Y aunque la Fundación Casita del Encuentro, pionera de todo este proceso transformador, ya no existe, Doña Marina se siente orgullosa de que ella y su equipo se convirtieran en agentes de cambio para darle una esperanza a quienes no la tenían: “Sí, lo digo con humildad: valió la pena los casi nueve años que estuvo la fundación y el trabajo que se hizo en ella, porque para mí es muy satisfactorio que vengan muchachos y que me digan que ellos han crecido, que la vida les ha cambiado y han tenido calidad de vida con el apoyo que les ha dado la fundación. Eso me alegra mucho: todas las familias que han progresado y verlas que ya están estables, que ya tienen un horizonte, ya tienen un proyecto de vida diferente”
Por fin el almuerzo está listo y nuestra conversación también va llegando a su fin. En su cara veo la satisfacción de saber que todo eso malo que vivió ya pasó, que el futuro es diferente y le sonríe. En su discurso sólo encuentro una persona agradecida con Dios, con Doña Marina y con todas las personas, empresas e instituciones que aportaron a la vida digna con la que cuenta ahora: “Nosotros vinimos aquí a Medellín... haga de cuenta como sacar un pescado del agua al sol: yo no sabía ni ir allí, mejor dicho: yo no sabía nada. Yo no conocía prácticamente a Medellín. Ya ahora, ya uno puede decir, que mirando hacia adelante uno es pobre... Pero mirando hacia atrás, me siento millonaria... Sí, me siento rica, muy rica… porque ya vivo en una casa buena”